En el último año han aparecido varias decenas de nuevas constelaciones, con nombres que remiten a héroes de la ciencia y la ciencia-ficción. No es que hayan surgido multitud de nuevas estrellas en el cielo, sino que ha avanzado nuestra tecnología para detectarlas. Y no solo eso, sino que gracias a los modernos telescopios espaciales, que nos acercan estrellas de otras galaxias —demasiado lejanas como para ver su luz a simple vista—, podemos detectar incluso puntos totalmente invisibles (emisiones de rayos gamma). Unos puntos que los científicos de la NASA han unido para que Einstein, Hulk o la nave Entrerprise de Star Trek tengan su sitio en el firmamento, aunque sea en una dimensión diferente a la de la Osa Mayor, Orión o Escorpio.
En el fondo es lo mismo que llevamos haciendo los humanos durante incontables siglos: mirar al cielo e intentar asimilarlo encontrando formas familiares en las estrellas, que representan animales, héroes o nuestras historias más queridas. Cualquiera puede crear así sus propias constelaciones; solo tenemos que salir al campo a ver las estrellas, y bajo un cielo bien oscuro tenemos a nuestro alcance hasta 3.000 estrellas a simple vista, sin más herramienta astronómica que nuestros propios ojos. Una vez ahí el cerebro hará el resto para empezar a ver las primeras constelaciones.
UNIR PUNTOS EN EL CIELO, UNA TRADICIÓN ANCESTRAL
Nuestro cerebro está diseñado para reconocer patrones, y lo hace muy bien. Gracias a esta capacidad podemos reconocer a un familiar o amigo, entre una multitud, casi al instante. Ese poder tiene efectos secundarios como las pareidolias, que nos llevan a reconocer cosas o animales en las nubes o incluso a ver Jesucristo en una tostada, o una cara en la superficie de Marte. Con las estrellas pasa algo así. El cerebro las combina como en los juegos clásicos de dibujar uniendo puntos, hasta tener una forma conocida. Una constelación no es más que eso, un dibujo arbitrario hecho con estrellas que están en la misma zona del cielo pero que no tienen relación entre sí.
Cara en la superficie de Marte. Crédito: NASA/JPL |
Cada cultura antigua estableció así sus propias constelaciones, unas veces identificando diferentes formas y otras poniendo distintos nombres a las mismas formas. Para entenderse y poner un poco de orden, los astrónomos dividieron el cielo en 88 constelaciones oficiales —registradas por la Unión Astronómica Internacional— como si fueran parcelas de un plan urbanístico. En el hemisferio norte utilizamos las que veían los antiguos griegos, cuya civilización fue la cuna de la ciencia, y que imaginaban las escenas y protagonistas de sus mitos en el cielo. Esa era entonces la mayor plataforma de entretenimiento: contar historias al calor de una hoguera y con el apoyo visual de las estrellas.
Así surgió la constelación de la Osa Mayor. Su origen está en el mito de Calisto, una ninfa de la que se encaprichó el dios Zeus. De la relación entre el dios y la musa nació Arcas. Cuando Artemisa se enteró castigó a Calisto convirtiéndola en una osa condenada a vagar por los bosques sin poder estar junto su hijo. Muchos años después, Arcas se convirtió en un gran cazador y en una salida se encontró con su madre, pero no la reconoció, pues a sus ojos era una osa peligrosa. Calisto sí lo reconoció y, en vez de enfrentarse a él, se puso a tiro de su arco, resignada a que su propio hijo la matase. Cuenta la leyenda que Zeus detuvo entonces a Arcas, le contó lo sucedido y decidió subir a los dos al cielo donde permanecen eternamente juntos.
Carl Sagan repasó en su serie Cosmos las interpretaciones que diferentes culturas hicieron de la Osa Mayor.
Los nombres populares actuales de esta constelación tienen que ver con cosas más cotidianas: en EEUU y Canadá se conoce como el gran cazo, mientras que en Irlanda y Reino Unido las siete estrellas de Ursa Major se identifican con un arado y han sido el símbolo de movimientos políticos de izquierdas. Anteriormente, en las lenguas germánicas y escandinavas se le conocía como el Gran Carro o el Carro de Carlos (que erróneamente se asocia a Carlomagno) mientras que en la tradición hindú representan a “los siete sabios de la antigüedad”, en Malasia se identifican con un barco, en Indonesia con una canoa y en Birmania con un crustáceo.
DE LA OSA MAYOR A LA NAVE ENTERPRISE
No todas las 88 constelaciones tienen su origen en la tradición griega, como la Osa Mayor, ya que desde el Mediterráneo no se pueden ver todas las estrellas del firmamento. La civilización occidental y la ciencia surgieron solo con el conocimiento de las estrellas del hemisferio norte. Fueron los marinos, los exploradores y los naturalistas de los siglos XVII y XVIII quienes fueron poniendo nombres a las nuevas constelaciones que se iban encontrando en sus viajes a otras latitudes. El astrónomo y matemático francés Nicolás Lacaille vio en el cielo del hemisferio sur algunos de sus instrumentos científicos favoritos: así surgieron constelaciones como Fornax (el horno químico), el Microscopio, el Telescopio o la Máquina Neumática, y también referencias navales como la Quilla o la Popa. Comparadas con los nombres griegos —Aries (el carnero), la Lira o el Cisne— suenan mucho más modernas, aunque no fueran constelaciones nuevas: simplemente los sabios europeos las impusieron por encima de las que habían imaginado las civilizaciones y pueblos de América y África del Sur, así como de Oceanía.
Explorado ya todo el planeta, ahora no queda más cielo por descubrir desde la Tierra. No hay posibilidad de ampliar el planisferio con nuevas constelaciones, al menos que sean visibles; pero las estrellas, aparte de emitir luz, emiten otros tipos de radiación invisibles al ojo humano: infrarrojo, ondas de radio, rayos x o rayos gamma son algunas de las otras frecuencias que los telescopios espaciales pueden detectar, y que sirven para darnos detalles de objetos astronómicos como agujeros negros o galaxias activas.
La constelación de Godzilla. |
Es el caso del Fermi Gamma Ray Space Telescope, que recientemente completó un barrido del cielo recogiendo luz gamma. El equipo de científicos de la NASA que exploran el universo con ese telescopio espacial se encontraron con un nuevo “planisferio gamma” lleno de puntos y, siguiendo la tradición milenaria, primero dibujaron con esos puntos sus figuras favoritas y luego bautizaron 21 nuevas constelaciones —tan reales como las de siempre, pero invisibles al ojo humano. Entre ellas están el Gato de Schrödinger, la nave Enterprise, el Principito o Godzilla.
No deja de ser un truco, pero es que la espera para poner un nuevo nombre a una constelación puede ser muy larga. Tendríamos que alejarnos mucho de la Tierra —desde otros planetas del sistema solar se ven las mismas constelaciones— para ver tener una perspectiva distinta del cielo, para que las estrellas cambien significativamente de distancia aparente entre sí y, por tanto, dibujen formas diferentes. Serían siglos de viaje interestelar, a muchos años-luz de distancia. Otra opción sería confiar en que la humanidad sobreviviese cientos de miles de años más, hasta que la expansión del universo cambie la distancia real entre las estrellas tanto que varíe de forma apreciable su distribución en nuestro cielo. Mientras tanto, siempre podemos salir a observar el cielo y a inventar nuestras propias constelaciones; o a disfrutar de las de toda la vida.
FUENTE: OpenMind BBVA
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